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sábado, 16 de noviembre de 2013

Escapada a Pangani, el Paraíso en Tanzania

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           Suele decirse que hay dos tipos de personas: los de playa y los de montaña. Si hay que elegir una, yo me quedo con el mar y si toca que ser aún más concreto, con las costas tanzanas. Durante mi estancia en Arusha, al norte de Tanzania, hice una excursión a Pangani con 4 amigos: una estadounidense, un indonesio, una singapurense y un chino. Teníamos preparado un safari. Por fin visitaríamos el Serengueti y el Ngoro-Ngoro; pero el viaje se truncó. Habíamos regateado tanto que al organizador ya no le salían las cuentas y la noche anterior nos dejó colgados. Nos despertamos sin saber qué hacer, cómo aprovechar el puente que nos eximía de trabajar en el Tribunal Penal Internacional para Ruanda. Le dimos varias vueltas hasta que en el monitor de nuestro ordenador seleccionamos el mapa del país… Había una ciudad en la costa; su nombre, Pangani. No lo sabía en aquel momento, pero aquel pueblo acogía uno de los escenarios más bonitos que jamás he visto y al que deseo volver pronto.


Improvisamos una mochila: fuera el camping de safari y dentro la toalla y el bañador. Llamamos a un taxi y nos plantamos en la estación de autobuses. Como en todos los intercambiadores de África, el caos es protagonista. Eran las 11 de la mañana. El autobús estaba a punto de salir. No sabíamos cuánto duraría el trayecto ni cuanto costaba el billete. Nos metimos en el autocar en dirección a Tanga desde donde continuaríamos en taxi hasta Pangani. Pagamos lo que nos pidieron y empezamos un viaje de algo más de 6 horas… El paisaje que se contemplaba desde la ventana no dejaba dormir a nadie: estepas y explanadas, más tarde desierto para después empezar a brotar la vegetación las palmeras y finalmente el olor del Océano Índico.





Al llegar a Tanga cogimos uno de los numerosos taxis que allí esperaban a los recién llegados visitantes. Regateamos como de costumbre e iniciamos el último tramo de nuestro viaje: hacia Pangani, al hotel PEPONI. Ya había caído la noche y por esa precaria carretera caminaban y montaban en bici los locales… en la completa oscuridad. Al pasar el coche por su lado, nuestros faroles daban un respiro a aquellos ciclistas; no obstante, al alejarse nuevamente volvían a quedar envueltos en la sombra.

Habíamos llegado. Un restaurante, un grupo de amigos franceses de avanzada edad y nosotros. Estaba regentado por un tanzano inglés (hijo de antiguos colonos) y su hija. El señor nos dio la bienvenida, nos ofreció algo de cenar y nos indicó, para nuestro agrado, que el mar estaba justo ahí.

Tres de mis amigos tomaron una habitación. Otro y yo preferimos la opción más económica e instalar nuestra tienda de campaña en la zona que el complejo habilitaba para ello, al lado de la playa, con cubierta y tomas de electricidad en varios postes por allá repartidos. Tras cenar, cogimos la toallas, un candil, una botella de ginebra y nos sentamos en aquella oscura playa. No fue hasta el amanecer que nos percatamos de la belleza de aquel océano.



Nos despertamos temprano. Queríamos ver salir el Sol. Poco a poco el negro del noche se iba transformando en un místico celeste. En la costa continental tanzana la marea se retira cientos y cientos de metros de la orilla dejando una infinita lámina de agua casi encharcada que no cubre por encima de los tobillos. A lo lejos se divisaban pequeñas barcas pesqueras. Me eché a caminar hasta ellos sin que el agua me cubriera. Al alcanzar al pescador que achicaba agua de la embarcación con un bidón por la mitad cortado, decidí estrenar mi recién aprendido y aún muy pobre suajili: “ninapanda” “¿Subo?”. Aquel señor sonrió y me invitó a su barco. Comencé a ayudarle a achicar agua y después de un tiempo le dejé continuar con su trabajo.







Desayunamos y nos preparamos para nuestra excursión. Un barquito velero nos llevaría a hacer snorkeling para terminar visitando una isla, “Sand Island”, donde almorzaríamos… Todo aquello por 12 dólares. Nos dieron el material para bucear y empezamos a caminar mar adentro hasta que la orilla parecía una línea lejana en el horizonte, si bien el agua seguía sin cubrirnos.

Los marineros tanzanos capitaneaban el barco. Disfrutamos de los arrecifes de corales en 3 lugares distintos. Este lado de la costa africana es rico en su fondo marino ofreciendo una magnífica experiencia para el amante del snorkeling.









Seguimos navegando. De repente una línea blanca y distante apareció en medio del océano. Dicha franja fue engordando poco a poco hasta que fue evidente reconocerla: era una isla. En realidad, al contratar la excursión no sabíamos nada de aquel sitio. Fue una sorpresa. El agua que rodeaba a esa diminuta isla en medio de la nada era transparente y de un pálido celeste. Ni un árbol, ni un alma. Tan sólo ese banco de arena que el océano nos había obsequiado. Se trataba de un escenario idílico, paradisíaco. Una micro isla para ti y tus amigos, con comida y buceo… por 12 dólares.



Como niños corrimos de un lado a otro, jugamos en el mar, con la arena y finalmente nos relajamos. Llegada la hora de comer, la tribulación improvisó un toldo en medio de la isla con cuatro palos. Sándwich y un refresco. No se podía pedir nada más. No suelo volver a sitios en los que ya estuve… Hay demasiado  por conocer en el mundo. Pero Pangani, Peponi (que además significa paraíso) y la Sand Island son una excepción.









Casi sin darnos cuenta la isla fue menguando. Poco a poco el océano la fue aniquilando, absorbiendo. Era hora de marcharse. La marea subía y para cuando empezamos a alejarnos al ritmo del soplo del viento, aquella inmensa masa de agua había fagocitado ese paraíso... hasta la mañana siguiente, como todos los días.



El final del día fue cubierto con un agradable paseo por la costa, por los manglares, un baño en la piscina y una incipiente insolación. Caímos rendidos y tras un festín de marisco (extremadamente barato), nos fuimos a dormir.




Queríamos asegurarnos de que podríamos coger el autobús que por allí pasaba. Que no perderíamos nuestro autocar en Tanga. La furgoneta que nos tenía que recoger pasó de largo. Empezamos a preocuparnos. Fue entonces cuando extendimos nuestro brazo y paramos a la primera camioneta que pasó. Un transportista de sacos de pescado seco aceptó a llevarnos. Durante más de una hora y sentados sobre aquellos sacos pudimos disfrutar del atestado automóvil que además compartíamos con otros viajeros. En un momento determinado nos paró la policía. Aquel tanzano uniformado se sorprendió al ver a 5 extranjeros sentados sobre la carga de la furgoneta. Podía chapurrear el inglés. Nos hizo un par de preguntas y nos deseó un buen viaje. Seguramente nos inquietamos al pensar que quizás tendríamos algún problemas, pero no sucedió nada.

Llegamos a Tanga y nos lanzamos a nuestro autobús de las 11. Por el camino y en cada estación los vendedores desesperados golpeaban las ventanas para llamar nuestra atención y así comprar fruta, galletas, zumos. Todos repetían la palabra “muzungu” que significa “blanco”. Cada viaje en autobús seguía siempre el mismo patrón. Era siempre una aventura. Por fin llegamos a Arusha, a nuestra casa, cansados después de un largo viaje, tras una corta visita al paraíso al que tanto deseo regresar.

Ya ha pasado más de un año de aquella escapada y sigo en contacto con aquellos amigos. Una trabaja para el gobierno en Singapur, otro para una compañía de comunicación en Indonesia y mi amigo chino cofundó una ONG para promocionar el Derecho Penal Internacional en China (CIICJ).


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